Tanto
la mentira como el autoengaño son propios de la condición humana. Mientras la
mentira consiste en engañar al otro, el autoengaño es mentirse a uno mismo, lo
que se utiliza para mantener falsas creencias o ilusiones a las que uno tiene
apego. Gianetti (2000) lo describe como el proceso de negar o no
racionalizar la relevancia, significado o importancia de oponer la evidencia al
argumento. El autoengaño no es en sí mismo patológico. ¿Quién se atrevería a
asegurar que carece de autoengaño? Todos tenemos un nivel más o menos elevado
(“fisiológico”, podría decirse) de autoengaño en forma de ilusión, fantasía o
natural fabulación que empleamos en el día a día para interrelacionarnos. Sin
embargo, la mentira es una falla comunicativa y relacional que no es
socialmente tolerada: quién miente es condenado y proscrito (Smith, 2005; Monts
et als., 1977; Sullivan, 2002).
Muchos
procesos y trastornos mentales cursan con autoengaño. Sin embargo nos
vamos a centrar en las adicciones como ejemplo prototípico de cómo el
autoengaño puede llegar por sí mismo a caracterizar una enfermedad y lo que es
peor a perpetuarse en forma de precipitante de recaídas.
La denominada mixtificación intrínseca es un grado superior de autoengaño que se extiende no solo al mundo relacional del sujeto, sino al tipo de vida que realiza. El adicto mixtificado tiende a expresar aquello que más le conviene, prefiriendo decir lo que el otro quiere oír antes que una verdad que le puede resultar incómoda El adicto no es un simple mentiroso sino un enfermo de la mentira con una diferenciación enquistada del engaño que le venda los ojos a la percepción digamos “más real” del propio problema.
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